Nunca tuve un espíritu aventurero. Para mí la aventura pasaba por caminar tarde por lugares oscuros e inhóspitos de la ciudad, como chico urbano que soy. Pero ahí estaba, subido al ómnibus que me llevaría, o debería decir nos porque no iba solo, directo a las Cataratas del Iguazú en Misiones.
A pesar de que mi amigo David vivió parte de su vida en Posadas, la capital, tampoco se sentía muy confiado del futuro que nos esperaba.
Después de dieciocho horas de reloj (para mí habían pasado 36) llegamos a Puerto Iguazú. El sol pegaba fuerte sobre la tierra colorada, que se cuarteaba de seca. El empedrado bastante desparejo de la terminal, parecía derretir la suela de mis zapatillas.
Para ser una ciudad turística, se veía bastante desolada. Solo unos pocos lugareños la caminaban con cierto desgano. Es la hora de la siesta, pensé.
Antes de emprender un recorrido incierto, ya que no teníamos reserva en ningún hotel o algo parecido, preguntamos por hospedaje. Nos señalaron un hostel para turistas, del estilo que tiene diez o doce camas y precios módicos para quien lleva dólares o euros en la billetera y no unos pocos pesos devaluados poco tiempo atrás.
Seguimos caminando y nos encontramos con el hotel Tierra Colorada que parecía más decente y se acomodaba mucho más a nuestro bolsillo. No era gran cosa pero parecía más tranquilo y fresco.
Desde la ventana de nuestra habitación se veía la piscina del hotel y el termotanque que nos proveía de agua caliente. Lo llamativo es la forma en que se calentaba el agua: el aparato estaba montado sobre unos hierros y debajo de él había una pequeña fogata que los empleados del hotel se preocupaban por mantener siempre viva.
Después de conocer la ciudad, que era bastante aburrida, emprendimos el camino a las cataratas. Dentro del Parque Nacional hay varios recorridos alternativos. Cuando no nos quedaba nada más para ver y entrada ya la tarde, decidimos hacer el Sendero Macuco, que no era otra cosa que llegar a un pequeño salto, el Arrechea, pero entre la selva misionera. Solamente teníamos un pequeño mapa que nos dieron al ingresar al parque y parecía lo bastante claro como para llegar.
Tarde nos dimos cuenta de que el tal sendero había sido poco caminado porque apenas se notaba por donde había que ir. Entre medio de alimañas de todo tipo, y hablo de hormigas dominicanas (por lo negras y culonas), arañas gigantes que nos llenaban la cara con sus telas y alguna que otra culebra del lugar, llegamos al salto.
Después de haber admirado la grandeza de la Garganta del Diablo, haber conocido la Isla San Martín, los saltos Bosetti, Dos Hermanas y varios más creímos que lo que veríamos tendría características similares o al menos nos sorprenderíamos por su belleza.
Nada de esto sucedió. El Sendero Macuco nos condujo a un arroyito donde el salto más alto tenía algo así como un metro entre las piedras y se perdía entre una frondosa hilera de palmeras, convirtiéndose en un horrible pantano.
Las ganas que teníamos de llegar al lugar nos habían hecho olvidar de los mosquitos, las hormigas, las arañas y las culebras. Desilusionados al fin, caímos en la cuenta y los cinco o seis kilómetros que habíamos transitado con ansiedad los terminamos ya en la oscuridad y a una velocidad increíble.