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POLÍTICA

«¿Hitler era bueno en partes?»

Revista Ñ

Arrogante portavoz de quienes niegan el Holocausto, David Irving está preso en Viena por apología del nazismo. Pasado mañana comienza su juicio. El historiador Malte Herwig lo entrevistó en prisión.

Traducción de Joaquín Ibarburu.|Por MALTE HERWIG.|(c) The Observer y Clarín. A medida que la oscuridad desciende por los muros del antiguo palacio de justicia Josefstadt de Viena, el complejo carcelario cobra vida. En el patio interno, los reclusos hablan en diferentes lenguas. David Irving, alojado en el Bloque C, levanta apenas la vista de la pila de papeles sobre la mesa y sigue escribiendo. «Estoy escribiendo mis memorias: veinte páginas por día», me dice a la mañana siguiente, cuando lo visito en la cárcel en la que está recluido desde que la policía austríaca lo detuvo, en noviembre del año pasado, por negar el Holocausto.

Yo había pasado una hora sentado en una sala de espera junto a familias numerosas y madres adolescentes que paseaban cochecitos de bebé. Un pariente está en la cárcel por amenazar de muerte a su esposa; otro, por temas de drogas. «Ojalá todos los presos se comportaran tan bien como él», me dijo un guardia cuando le pregunté por Irving. Cuando llega mi turno y entro a la sala de visitas de alta seguridad, pienso: no, por cierto nadie espera encontrar a un historiador y escritor entre los ladrones, proxenetas y vendedores de drogas.

Pero ahí está, sentado detrás de un vidrio blindado, de elegante traje azul oscuro y corbata, con el teléfono en la mano. «Es una estupidez mandar a alguien a la cárcel por sus opiniones», dice en un alemán impecable, sin acento extranjero. «Es como tener una ley que prohíba usar corbata amarilla». Irving se refiere a la Verbotsgesetz de Austria, una ley de 1945, que prohíbe las organizaciones nacionalsocialistas o neonazis, la incitación a la actividad neonazi y el elogio de la ideología nacionalsocialista. También prohíbe la justificación, aprobación, minimización o negación pública de los crímenes nacionalsocialistas, como el Holocausto. Si bien países como Alemania y Polonia también tienen leyes antinazis, la Verbotsgesetz austríaca es particularmente estricta e implica una condena máxima de veinte años. El poder judicial la hace cumplir: hay un promedio de veinticinco condenas por año.

En 1989, el fiscal general austríaco dispuso la detención de Irving, que en unas conferencias había afirmado que las «cámaras de gas de Auschwitz nunca existieron». El entonces canciller de Austria, Franz Vranitzky, advirtió al historiador británico que «si alguna vez vuelve por aquí, se lo detendrá de inmediato».

Cuando le pregunto a Irving por qué aceptó la invitación a hablar ante una asociación estudiantil derechista de Viena, simula sorprenderse. Estuvo en Austria dos veces desde 1989, dice, para visitar a la amante de Goebbels, Lída Baarová, y nunca hubo problemas. «El periódico Sanomat de Helsinki publicó un artículo con fotos. Lo puede comprobar», agrega Irving, a quien le encanta citar fuentes oscuras para respaldar sus afirmaciones.

En la cárcel lo tratan bien, pero dice que le falta dinero y algunos útiles. «Gracias a Dios me mandaron tinta». Cuando no se muestra como víctima inocente acosado por las poderosas fuerzas de los «enemigos de la verdad», le gusta hacer alarde de su riqueza. Tuvo que vender su enorme casa de Mayfair cuando perdió el juicio contra Deborah Lipstadt y Penguin, pero ahora, se ufana, se compró algo mejor. «Acabamos de mudarnos a un gran departamento de lujo cerca de Downing Street. Lo hice deliberadamente, para provocar.»

«Mi hijita —agrega— cree que es muy sofisticado que papá esté en la cárcel»; es inevitable pensar que al papá también le gusta tener otra gran pelea entre manos. Irving quiere mostrarse como un rebelde inocente en solitaria lucha contra gobiernos poderosos, una prensa omnipresente y organizaciones influyentes. Antes de salir de Londres firmó sesenta cheques en blanco y preparó seis camisas para lo que se suponía sería un viaje de dos días. «Soy como los boy #scouts —dice, solemne—. Siempre listo; ese es mi lema.» Como si su misión «revisionista» vitalicia fuera una aventura infantil. Una vez Irving elogió a sus compañeros «revisionistas» llamándolos «soldados leales e intrépidos de lo que nuestro valiente camarada (el historiador «revisionista») Robert Faurisson llamó esta gran aventura«.

escultista

¿Por qué se arriesgó a hacer un viaje que, sabía, podría meterlo en problemas? «Vengo de una familia de oficiales, y soy inglés. Marchamos hacia las balas», dice. Recorriendo el patio de la cárcel, descubre que olvidó traer un traje de fajina adecuado. «Tengo zapatos caros, pero se están rompiendo de caminar por el patio.» El 20 de febrero, el día del juicio, me dice Irving, se va a poner su traje azul rayado. El mismo traje de 2.700 libras que le hicieron hace seis años en Savile Row para el juicio de Londres, la ropa que se pone cuando interpreta su otro papel, el del historiador serio y empresario exitoso, para quien la restricción de salir del país y las leyes antinazis no son más que violaciones al libre comercio y a la competencia. «Sólo soy responsable de mis libros», exclama. «Inclusive encontré un ejemplar de mi biografía de Hitler aquí, en la biblioteca de la cárcel.» Una clásica maniobra de Irving, maestro de la distracción: señala una aparente inconsistencia en la conducta de las autoridades para diluir con elegancia el tema de si no es también responsable de lo que dice en trastiendas destartaladas y cenas de provincia. El problema es que, muchas veces, tres de cuatro cosas que dice son verdad. Pocas personas tienen la astucia de Irving para construir mentiras a partir de un elemento de verdad. La biblioteca de la cárcel tiene uno de sus libros, me aclara después el director del penal, pero el que trata sobre el levantamiento húngaro.

«Quemaron mis libros», se lamenta Irving. Sabe muy bien que la quema de libros es un tabú y enseguida se pasa al papel de víctima. Cuando le recuerdo que las editoriales destruyeron algunos de sus libros por problemas legales, que no es lo mismo que «quemar libros», cambia de tema. Admite que, si no lo dejan en libertad en febrero, las cosas se le van a poner difíciles; pero siente que no está solo. «Ya recibí muchas cartas de apoyo», dice.

Por la tarde conozco a su abogado, Elmar Kresbach, que saca una serie de cartas de su maletín. Kresbach, un abogado formidable y elegante que suele defender a asesinos y miembros de la mafia, mueve la cabeza ante la correspondencia incoherente y confusa que llena su buzón desde que se hizo cargo del caso de Irving. «El tampoco lo entiende —dice Kresbach, en alusión a su cliente—. Creo que está empezando a cansarse de esa gente delirante.» Según Kresbach, no se puede esperar que su cliente británico esté familiarizado con el panorama político austríaco como para saber cuál es la posición de los grupos que lo invitaron. Irving asegura que desconoce la ideología de ultraderecha de sus anfitriones.

Difícil creerle después de visitar a Willi Lasek, en el Centro de Documentación de la Resistencia Austríaca. El archivista, un hombre de mediana edad, calvo y de voz suave, está sentado en una oficina repleta de documentos. A diferencia de Irving, Lasek habla con extraordinaria prudencia. «No puedo decirle si Irving negó el Holocausto hace poco —señala, y trae dos voluminosos archivos caratulados David Irving— pero esto prueba sus contactos con neonazis alemanes y austríacos desde los 80.» Allí, una pila de panfletos amarillentos anuncian una charla de Irving, en 1984, en la que «el valiente destructor de tabúes históricos» revelaría «secretos sensacionales» sobre el Tercer Reich. Al pie del panfleto, un llamado a la «solidaridad con Rudolf Hess«, lugarteniente de Hitler. En 1984, el extremista de derecha Norbert Burger, ex alumno de la asociación estudiantil Olympia, la misma asociación ante la que iba a hablar el año pasado, invitó a Irving a Austria. Pero tanto en 1984 como el año pasado, las conferencias se suspendieron. En 1984, cuando Irving daba una conferencia de prensa en el Café Landtmann de Viena, fue detenido y expulsado del país. «Ese caballero no es bienvenido aquí», declaró un vocero policial. Irving apeló con éxito, pero cuando volvió a Austria en 1989 para dar conferencias, su fama había alcanzado tal magnitud que sólo pudieron realizarse dos charlas. Las demás se levantaron por las protestas públicas.

Para esa época, Irving planteó por qué a los judíos nunca se les ocurría «mirarse al espejo y preguntarse: ¿por qué se me tiene aversión?» ¿Alguna vez él se miró al espejo —le digo— y se hizo la misma pregunta? «Sé lo que tendría que hacer para que volvieran a quererme —contesta— pero no lo van a conseguir.» A Irving le obsesiona tanto el detalle como la idea de tener razón. A veces, sin embargo, desecha toda pretensión de ser un académico serio y se inclina por un golpe de efecto.

¿Hitler fue una figura paterna sustituta para Irving, que creció sin padre? «Yo no iría tan lejos», contesta, con cautela. ¿Pero qué piensa de Hitler? «Como el viejo chiste sobre los huevos: bueno en partes», es la respuesta. Y agrega: «No soy de derecha. Me gusta leer el Guardian.»

Tal vez sea cierto lo que señalaron algunos de sus críticos: Irving no tiene auténticas convicciones ni un programa ideológico consistente. Robert Jan van Pelt, que fue testigo en el juicio que perdió en Londres, piensa que Irving es un histérico. «Habla bastante bien —explica van Pelt— pero su táctica es captar la energía del público y luego dice lo que éste quiere oír.» En los últimos años, agrega, Irving sólo se rodeó de extremistas de ultraderecha y de gente que negaba el Holocausto. Le pregunto a Irving sobre el giro espectacular de 180 grados que dio en 1983 en relación con los Diarios de Hitler, cuando, dos semanas después de afirmar que eran falsos, proclamó que eran auténticos en un artículo del Sunday Times. Dice: «Fue una broma. Nada de eso tenía que ver con la historiografía. Lo importante no es quién gana, sino cómo se juega.»

La concepción de Irving de la historia carece por completo de consideraciones morales (es demasiado amoral como para entender que sus declaraciones sobre el Holocausto pueden herir a los sobrevivientes). Su concepción de la historia no se diferencia de la de los nacionalsocialistas. La historia, como la naturaleza, tiene uñas y dientes rojos. El más fuerte se impone, e Irving reserva su admiración sólo para los fuertes, para gente como el «bombardero Harris». En su primer libro, el joven David Irving llamaba la atención sobre los horrores de los bombardeos aliados de Dresden, en 1945; pero igual admira a Sir Arthur Harris «como comandante», exclama. «Si alguien puede mandar a la muerte a 20 mil jóvenes por día, es un gran comandante.» No es extraño que también admire a Hitler.

De pronto, todo empieza a cobrar sentido. El Tercer Reich como un gran campo, sus colegas «revisionistas» como camaradas de armas y buen material para una serie de novelas de aventuras como las que Irving disfrutaba de chico en el Essex de los 40, cuando Inglaterra aún no era una sociedad multicultural, existía el Imperio y un chico escuchaba las historias sobre un tío que servía en los Lanceros de Bengala. Irving extraña el Imperio y la seguridad de una sociedad en la que cada uno sabía cuál era su lugar. El es «naturalmente monárquico»; y los austríacos «sólo están celosos de nuestra monarquía».

¿Qué me dice de sus declaraciones provocadoras, le pregunto, como esa de que murió más gente en el asiento trasero del auto de Ted Kennedy que en las cámaras de gas de Auschwitz? ¿No le parece que es muy ofensivo? «Así es el estilo inglés; no siempre es amable.» A Irving le encantan esos chistes de mal gusto. Su provocación se parece a la soberbia temeraria de esos chicos de colegio exclusivo que piensan que el mundo les pertenece. No es casual que venga de un país donde la prensa amarilla sigue cultivando chistes sobre el Führer y donde la supuesta alta sociedad festeja las bromas sobre Hitler. Y aunque muchos lo critican, Irving se aprovecha de la tolerancia de la mayoría liberal que en nombre de la libertad de expresión tolera las declaraciones más groseras.

El caso Irving también desató un debate en Austria. El sociólogo Christian Fleck, Lord Dahrendorf y otros se pronunciaron contra la criminalización de las opiniones, aun si son tan viles como las de Irving. Hasta Lipstadt sugirió que habría que dejarlo libre. «Si hace dos meses me hubieran dicho que iba a pedir por Irving —señala— habría contestado qué absurdo«. Pero ella no quiere apoyar la censura, ni que Irving se convierta en mártir de la libertad.

«Tendría menos esperanzas en el resultado de mi juicio si no supiera que todos los intelectuales del mundo están de mi lado», exclama Irving en un tono triunfal. Cambia de personaje y ahora vuelve a escena en el papel del jugador audaz que confunde a sus críticos, que están en la incómoda posición de pedir la libertad del hombre cuyas opiniones detestan. Un precio alto. Tal vez sea necesario pagarlo. Hay que dejar hablar a Irving para que se desenmascare. Quizá su último papel sea el de bufón de la corte.

Por David Encina

Periodista

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Trabajador. Asesoría en comunicación social, comercial y política para el desarrollo de campañas. Análisis de servicios al cliente y al público. Aportes para la gestión de redes sociales con planificación estratégica.

Contacto: mencin@palermo.edu / david.encina@facebook.com / encina_david@yahoo.com.ar/ m.david.encina@gmail.com

Más información ver en David Encina V. - PRENSA.
http://cualeslanoticia.com/prensa/

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