Maestro Jorge Cappa: del Teatro Colón de Buenos Aires al Wigmore Hall de Londres, ahora en la Iglesia Luterana «La Cruz de Cristo»
Amenábar 1767, entre La Pampa y José Hernández. Concierto de Cierre Temporada 2007. Sábado 15/12/07 19:30 Hs Entrada Libre
Concierto: Mtro. Jorge Cappa – Guitarra Clásica. De Bach al Siglo XX
Programa
Parte I
Robert de Visée (1650-1725): Dos danzas
M. Castelnuovo-Tedesco (1895-1968): La Primavera Op. 190
EL TUCUMANAZO, UN DOCUMENTAL NECESARIO
A 37 años del Tucumanazo, la obra de Heluani revivió aquellos días. El 14 de Noviembre de 2007 quedará marcado en la retina de los realizadores y espectadores que asistieron a la proyección y debate del documental en el Centro Cultural de la Universidad ante un áforo completo en el que casi 400 personas volvieron a revivir las gloriosas jornadas del Tucumanazo. Con la presencia del Chino Moya, uno de los protagonistas de aquellos sucesos y entrevistado en el largometraje, quien llegó desde Buenos Aires para participar de la proyección y posterior debate, tanto el público como los realizadores pudieron interactuar y revivir los acontecimientos tantos los históricos como los que llevaron a la realización del film. La proyección estuvo auspiciada por el CERPACU (Centro de Rescate y Revalorización del Patrimonio Cultural) y el debate ha sido moderado por su directora, Josefina Racedo.
Las Imágenes que pueden verse arriba, corresponden a la proyección en el marco del VIII Encuentro Nacional y II Congreso Internacional de Historia Oral en la Ciudad de Buenos Aires. La proyección ha tenido lugar el día Jueves 4 de Octubre a las 16.30 en la Sala 4 de la Manzana de las Luces (Perú 272). En la presentación han estado presentes algunos de los entrevistados con quienes se ha formado una mesa debate tras la finalización de la proyección. Carlos Zamorano, Juan Ferrante, el «Chino» Moya, Ángela Nasiff y Emilio Crenzel le dieron a la presentación una emoción extra, saliendo de la pantalla para interactuar en ideas con el público y los realizadores del documental, Diego Heluani y Rubén Kotler. El día en el que la Manzana de las Luces se transformó en el «Buen Gusto».
Épicas jornadas de lucha y rebeldía vivió el pueblo tucumano. Entre 1969 y 1972 se levantó resuelto a enfrentar a la feroz dictadura de Onganía. Tres Tucumanazos fueron el resultado de la resistencia obrero–estudiantil contra la opresión. Resistencia contra el cierre de los ingenios azucareros. Resistencia contra el cierre del comedor universitario. Resistencia contra la dictadura. En Mayo del ’69, paralelo al Cordobazo “Tucumán Ardía” solidarizándose con la lucha nacional. En Noviembre del ’70 fue el punto culmine de la lucha contra la dictadura en jornadas que tuvieron en jaque a las fuerzas del orden. En Junio del ’72, el Quintazo fue la lógica reacción ante el cierre del comedor universitario y el asesinato de un estudiante salteño. Tres Tucumanazos, El Tucumanazo. Un Documental de Diego Heluani. Basado en la investigación de Rubén Kotler
Por el momento no contamos con copias del documental. En cuanto se resuelva el tema de la edición y distribución de copias lo anunciaremos en este web site. Para ponerse en contacto con los realizadores escribir a eltucumanazo@gmail.com Esta dirección de correo electrónico está protegida contra los robots de spam, necesita tener Javascript activado para poder verla o bien llenar el formulario de contactos AQUÍ.
Josefina Licitra, Estilo
(Buenos Aires, 1975) es periodista. Sus artículos aparecieron en medios como Veintitrés, Rolling Stone, Interviú (España) y Gatopardo (Colombia).
El año pasado ganó el Premio Nuevo Periodismo que otorga la Fundación para un Nuevo Periodismo Ibeoramericano que conduce Gabriel García Márquez.
MARCAS
ESCRITO EN EL CUERPO
La historia de un cuerpo, de sus transformaciones, de las marcas que van convirtiéndonos en nosotros mismos, en eso que somos ahora, aquí. Un cuerpo sometido a operaciones y cambios que dejan una huella indeleble. Un testimonio tan conmovedor como valiente.
Estoy parada, desnuda, frente al espejo del baño. Miro mis marcas. La primera operación fue a mis cuatro años, en el Hospital de Niños. Yo había nacido con una malformación –»el problemita», le decían en mi familia– y tenía, entre otras cosas, una oreja sin terminar. El plan médico buscaba reconstruir el pabellón auditivo, quitar cartílago de una costilla, darle forma, envolverlo en piel –mi propia piel, quitada del lado interno de un brazo– y transformar semejante manualidad en una oreja que nos dejara a todos contentos. Fueron días largos.
Habíamos esperado meses por el turno y, cuando al fin se nos dio, hubo paro de anestesistas. Mi mamá, en ese entonces, tenía veinticuatro años, un pasado militante, un marido exiliado y toda la soledad del mundo. No sé si fue inconciencia o desesperación: decidió que nos quedáramos ahí, sobre la cama de hospital, hasta que la huelga terminara. Pasaron quince días; poco más de dos semanas imborrables, en las que supe la vida no deja su huella sólo en el cuerpo.
La habitación del hospital, vista desde la infancia, era de un tamaño fabuloso. Estaba cruzada por dos hileras de camas de hierro y rodeada de ventanales inmensos por los que entraba una luz muy blanca y muy triste. A la noche, el aire se llenaba de llantos, toses y quejiditos, y el rumor de enfermeras sobrevolaba los colchones como si fuera una suave horda de pájaros nocturnos. Ya en la mañana, una mujer –¿gorda? ¿buena?– pasaba con una bolsa y repartía juguetes y nos hacía creer que ahí adentro, en ese lugar inmundo, uno podía ser feliz. También había una maestra que nos esperaba en el centro de la sala. Allí iba yo con Isabel, mi amiga pelada.
– Isabel usa pañuelo porque es coqueta. Me explicaba mi mamá. Yo no entendía qué tenían que ver los pañuelos con la coquetería. Sólo sabía que Isabel era linda y que estaba enferma.
No sé bien qué pasó después. Ni con ella, ni conmigo. Sólo recuerdo que, llegado el momento, me pusieron una mascarilla de gas apestosa y después desperté y la cabeza me pesaba horrores. Sentía también una presión insoportable sobre la costilla y un ardor pegajoso bajo el brazo. Estiré una mano. Toqué el pelo de mi mamá; me sentí tranquila.
Ahora tengo una cicatriz pálida sobre la costilla derecha. Tengo también un parche de piel ausente, una oreja que no muestro demasiado.
La primera operación no funcionó. Tampoco la segunda, que llegó un año después. Esta vez la internación fue rápida. No había paro, pero me tocó un cirujano que, intuyo, no sabía distinguir una oreja de una medialuna de grasa. De esos días conservo una buena dosis de bronca y una nueva marca: un rectángulo de piel ausente en el lado interno de un muslo. Siempre dijeron que esas marcas se iban. Mentira.
La tercera operación fue a los diecisiete años. «El problemita» también consistía en una asimetría en la cara, y alguien evaluó que la solución era fracturarme un par de huesos. No es muy lindo cuando te lo cuentan.
– Vamos a bajarte el maxilar derecho, lo emparejamos con el izquierdo, te metemos un hueso de la cresta ilíaca y te quedás cuarenta y cinco días con la boca inmovilizada y cerrada con alambres.
– ¿Y la comida?
– Con pajita. Imaginate a Mike Tyson explicándole a su contrincante, detalladamente, cómo le va a romper la cara sobre el ring.
No. No es muy lindo que te lo cuenten. Mi postoperatorio empezó el mismo día en el que Boca salió campeón de una #Copa Sudamericana. En la tele mostraban gente festejando; mis amigos estaban festejando. Yo tenía náuseas. En mi casa, mi abuela se mudó temporariamente con nosotros y, junto con mi mamá, se perfeccionó en el arte de transformar cualquier cosa en sopa. Al día quince, tiré un plato de sopa por el aire y le grité a mi mamá algo así como «metételo en el culo», aunque –claro– como yo no podía abrir la boca no sé si se habrá entendido. Empecé a soñar con ravioles. Era una imagen recurrente: yo, comiendo ravioles.
Copa Sudamericana 2023|Copa Sudamericana 2022|Copa Sudamericana 2012
De esos tiempos me quedó cierta repulsión por la sopa, una costura en la cadera y una breve marca bajo una teta, que ya ni me acuerdo para qué la hicieron. Miro mis cicatrices desnudas. Nunca dejé de mostrarlas, aunque no me encantan. Hay un tatuador de la galería Bond Street que tiene bajo la camisa dos cicatrices hechas a medida: una es una especie de garra en el pecho, la otra no la entiendo.
– ¿La garra por qué? –pregunto. Me mira con asco y pena.
– Porque me gusta. Resulta que la última moda son las escarificaciones (cicatrices) y el branding (marcas selladas a fuego). Por las dudas le digo a Juan que todo me parece bárbaro. Le muestro mi marca en la costilla.
– Guau. Es… bíblica. Creo que gané su respeto. Nunca pensé que me sentiría tan cómoda en la Bond Street. Acá las cicatrices no tienen historia; empiezan y terminan en un salón de tatoo, con un tipo que –si es considerado– recomienda que no te metas en la piel el nombre de ningún ser querido. «Puede que dejes de quererlo» te aconseja: siempre es probable que tu marca deba enfrentarse al paso del tiempo.
De las marcas con historia, sólo algunas son tolerables. En los hombres, son las cicatrices con cierto anecdotario épico: algún balazo, la mordida de un #tiburón blanco, el cuchillazo de una mujer furiosa (hasta John Bobbit hizo fortunas con su pija remendada). Pero por afuera de eso, ya se encargó Chiche Gelblung de dejar en claro qué pensamos todos de las otras marcas.
– ¿Y vos cómo hiciste para levantarte a esa mina?- le preguntó a Carlitos Tévez, el-de-las-cicatrices-en-el-cuello, cuando estaba a los besos en Brasil junto a Natalia Fassi. Tévez miró a cámara con un gesto duro y bovino, como si el aire lo hubiese congelado en un momento subnormal.
– ¿Eh…? –dijo. Se sorbió los mocos con un respirón seco–. Pero… Lo que importa es lo de adentro, papá –contestó finalmente, ofuscado, haciendo gala del razonamiento más verdadero que arrojó el fútbol en los últimos tiempos.
En las mujeres, las únicas marcas permitidas son las que remiten a la maternidad, a una decrepitud bien llevada, o a alguna que otra «pavadita» quirúrgica. Ya lo dejó en claro una publicidad de crema humectante: no importa qué cicatrices tengas, siempre y cuando te las untes con Dove. En la propaganda muestran una sutura de cesárea, una vieja reluciente, una pigmentación oscura atravesando una panza embarazada, una cicatriz menor en la rodilla. Pero Dove jamás mostraría, por ejemplo, a Gabriela Liffschitz: la fotógrafa que vivió sus últimos años con una teta menos, producto del cáncer que finalmente la mató.
Si Gabriela viviera podría zambullirse en una bañadera con Dove y, aún así, su imagen sería tan perturbadora como la muerte misma. Gabriela lo sabía. Por eso se encargó de triplicar la apuesta, y entonces fotografió sus marcas –su cuerpo lampiño, su teta ausente–, las publicó en dos volúmenes de libros (Recursos Humanos y Efectos Colaterales) y nos recordó de un cachetazo que las cicatrices pueden producir erotismo y poesía. «Por suerte siempre están las palabras, me digo, cuyo cuerpo, como el mío, nunca puede ser realmente devastado –dice Liffschitz hacia el final de Efectos Colaterales–. Mal interpretado sí, citado erróneamente, también, pero para la devastación no hay aquí un cuerpo que se ofrezca.»
Gabriela murió, pero dejó sus fotos furiosas.
Las cicatrices intolerables son las que recuerdan que el cuerpo no siempre se disciplina. Que algún día, sin previo aviso, puede terminar hecho tiritas.
Hace poco más de un año, hacia el final de una nota, Juana Viale –la nieta de Mirtha– me dio una sorpresa. Habíamos estado hablando de la maternidad y en algún momento, por razones más o menos obvias, terminamos hablando de la degradación del cuerpo y la obsesión por las formas y las texturas perfectas. Fue entonces que se abrió el escote.
– Mirá –dijo, y mostró una teta. Era una teta normal, cruzada por un ramillete de estrías anchas y pálidas, el recuerdo que le había dejado su hija Ámbar después de amamantar.
– Me encantan. Son marcas de que soy mujer- agregó y sonrió. Por algún motivo le creí. Miro las marcas del cuerpo durante el embarazo. Las veo en las otras y también en mí, frente al espejo.
Estoy esperando a mi primer hijo. Tengo las tetas más grandes, los pezones oscuros y, desde hace un mes, una línea trigueña empezó a marcar su curso vertical entre el ombligo y el pubis. Falta menos de un mes para parir, y nada del parto me da miedo. Sólo las cicatrices.
– Sólo las cicatrices.
Le dije hace poco al obstetra. Él quiso tranquilizarme y respondió que nunca nada es demasiado grave.
Días más tarde, en un curso utilísimo, una embarazada preguntó si en el parto podía haber velas aromáticas, música y luces cálidas. Por afuera me reí y hasta creo que me burlé un poco. Por adentro, yo también armé mi propia lista de pedidos (la que nunca voy a hacer en público). Quisiera que ese día nadie use barbijos y que no haya azulejos, ni olor a lavandina, ni máscaras de gas, ni sábanas blancas, ni gritos enfermos, ni tajos al pedo, ni mujeres buenas que curan y duelen, ni noches con ruiditos, ni silencio, hospital.
Yo hice mi lista como si rezara y, mientras tanto, el obstetra se dedicó a hablar de episiotomías y cesáreas: dos marcas que, como todas las otras, terminan desapareciendo en la majestuosa geografía del cuerpo. «Se pierden y se van», dijo el obstetra, para tranquilizarnos a todas. «Se pierden y se van», repetimos todas, para tranquilizar al obstetra. Pero lo demás queda.
«Los imprudentes», juvenilia homosexual
Una entrevista con Josefina Licitra, la periodista que describe en su libro historias de la adolescencia gay lésbica en Argentina.
Josefina Licitra y la portada de su libro «Los Imprudentes. Historias del a adolescencia gay-lésbica en Argentina.
Mientras la inauguración del Hotel Axel –que abrió sus puertas al público y será el primero en Latinoamérica pensado exclusivamente público gay– sigue sumando fama de polo gay friendly a la ciudad de Buenos Aires, hay varios porteños que, puertas adentro, viven una historia que no se parece en nada a la tolerancia y el amor por la diversidad que predican las oficinas de turismo. Una de ellas es la de Santos, el hijo adolescente de un matrimonio de altísima sociedad que sorprendió a sus padres al anunciar su condición homosexual y recibió una desalentadora respuesta familiar: le pidieron prudencia.
La suya es una de las siete historias que la periodista Josefina Licitra eligió contar en «Los Imprudentes. Historias de la adolescencia gay-lésbica en la Argentina» (editorial Tusquets). Se suman las de Nahuelle, Federico, Andrés, Carolina, Lucía y Julio, que prefirieron no ser prudentes y ayudaron a darle vida a este libro, el primero referido a esta temática en el país.
– ¿Cómo surgió «Los Imprudentes»?
– Aunque este es un libro de historias sobre gays y lesbianas, lo que más me interesaba era la franja de edad de sus protagonistas. La adolescencia es un tema que me interesó desde siempre y nunca supe bien por dónde recortarlo.
– ¿Encontraste alguna conexión con tu historia personal?
– Las preguntas que a uno le surgen cuando es adolescente son universales: si vamos a estar solos o acompañados, si vamos a poder construir una familia, si vamos a poder trabajar de lo que queremos, si nuestro entorno se va a bancar nuestras decisiones… Lo que sí creo que es que la condición de gay o de lesbiana favorece que estas preguntas salten de un modo más explícito. Es una elección que, por algún motivo, hace que uno tenga algunas de esas preguntas doblemente subrayadas. Pero esos miedos no son propios de una comunidad: la adolescencia es una instancia tremenda para todos.
– ¿Cómo seleccionaste las historias?
– Al principio me contacté con la CHA (Comunidad Homosexual Argentina), porque ellos tienen un grupo de reflexión de adolescentes los sábados a la tarde; ahí conocí a una de las personas cuya historia más me interesó, esa persona me presentó a otra y así me fui encontrando con el resto. Comencé con las entrevistas a principios de 2006, buscaba distintas formas de vivir una homosexualidad. Hay un espectro que en este libro queda afuera, que es el de los adolescentes del interior. Tuve que recortar por algún lado, y entonces elegí contarlo todo de un modo urbano.
– El protagonista finalmente fue Santos, quien más sufrió la opresión familiar, ¿qué te interesó particularmente de él?
– Me resultó interesante que su familia mostrara tan explícitamente su intento «normalizador». Por esa época comenzó a hacerse público el caso de Luis Emilio Mitre, que fue un hombre que tuvo que vivir su sexualidad de una manera muy subterránea, porque también provenía de una familia de la aristocracia. Son rechazos que dejan una marca y que a veces los podés superar y otras veces, no. Se sumó que Santos es un chico con una formación muy atípica, muy intelectual y eso hace que se narre a sí mismo de una manera muy rica. Es un placer escucharlo hablar de sí mismo: asocia su vida con películas, novelas, cuadros. Todo eso me pareció muy seductor.
– ¿Sabés si él ya leyó el libro?
– Lo vi hace unos días para regalarle un ejemplar, pero él ya había leído por internet el primer capítulo. Leer cómo se recrea tu historia no es fácil, y yo admito la posibilidad de que no le guste o que pueda inquietarle. Pero espero que vea algo de él en lo que yo escribí.
– Mientras Buenos Aires se jacta de ser la ciudad más amigable de Latinoamérica con los homosexuales, vos contás historias de tolerancia cero…
– Está claro que una cosa es el gay turista -que antes de ser gay es consumidor- y otra muy diferente es la situación que atraviesan los chicos en sus casas o en los lugares donde el trato no está atravesado por cuestiones de consumo. Todavía hay prejuicios que no sé si tienen como destino ser solucionados. Aunque esta sea una ciudad divina con sus gays en los ámbitos públicos, los ámbitos privados todavía son muy difíciles de transitar para muchos jóvenes. Es una realidad: ser gay todavía se sufre mucho.
Bonus track: Capítulo 1 de «Los Imprudentes»
Una entrevista de Natalia Laube, Clarín.com
3 respuestas a «LO QUE PASA Agenda»
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