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Masiva convocatoria en la singular exposición de Botero

La Nación
En el Museo Nacional de Bellas Artes

Una multitud elogió su particular estilo para retratar la violencia en Colombia

Por Loreley Gaffoglio / A pesar de lo descarnado de la temática, «La violencia en Colombia en los ojos de Botero», la muestra del artista antioqueño de fama mundial, inaugurada a toda pompa anoche en el Museo Nacional de Bellas Artes, fue una fiesta en la que cientos de personas celebraron la explosión de color y la desmesura figurativa en la trágica -y por momentos ambigua- recreación de una nación sometida por la intimidación y el terror.

El embajador colombiano, Rodrigo Holguín; la directora del Museo Nacional de Colombia (MNC), María Victoria Robayo, y lo más granado de la elite cultural vernácula dieron el presente en el amplio pabellón que resultó grande para exhibir 50 obras, y chico para la masiva recepción que acogió la estética boteriana.

Nelly Arrieta de Blaquier, Jacobo Fiterman, Luis Benedit, Marta Minujin, Magdalena Faillace, Gloria Bender, entre muchos otros presentes, calificaron de «extraordinaria» la traducción plástica que Botero hizo de la situación de su tierra. «Es absolutamente coherente con su producción y él es un dibujante superlativo», opinó Rogelio Polesello.

Sin lucro para el drama

«No quise ganar dinero a costa del sufrimiento de mi pueblo», dijo ayer por teléfono Botero a LA NACION al explicar el porqué de la donación al MNC, a la que hace unos días sumó otras flamantes 17 piezas.

Tanto altruismo no es nuevo para el artista estrella, «adicto al trabajo» e inmune a las modas plásticas, que reparte sus días entre la región de Toscana, París, Nueva York y Bogotá: Botero ha resultado ser el mecenas más generoso de su país tras desprenderse de más de 200 obras de su autoría y de una colección exquisita de cien pinturas del arte universal (Picasso, Renoir, Monet, Degas, Pisarro, Matisse, Dalí, Klimt y Miró), valuadas en US$ 250 millones. Ese legado no sólo enriqueció los reservorios artísticos de su país; también le dio el contenido para crear uno nuevo, el Museo Botero, en Bogotá.

Su testimonio estético en Buenos Aires no pretende ser un registro documental de los homicidios, secuestros y extorsiones, de las masacres indiscriminadas contra la población civil o del desplazamiento de más de un millón y medio de personas en el país caribeño. «Es una representación estética de y para mi pueblo sobre un momento dramático de nuestra historia, por eso no quise renunciar a mi estilo ni a ninguno de los recursos plásticos que habitualmente utilizo», comentó a LA NACION. Eso explica la paleta encendida aun en situaciones sombrías como las que muestran personas presas, desnudas, maniatadas y con los ojos vendados, que suplican por su vida ante anóminos verdugos.

De entrada, sorprende la neutralidad con que Botero narra la violencia; sin endilgar culpas a ninguno de los bandos. Para el artista, el intercambio de bombas, proyectiles, cuchillazos y otras agresiones entre guerrilleros, paramilitares, fuerzas de seguridad y narcotraficantes resulta en una odisea de fuego cruzado, que culmina en exterminios indiscriminados y en procesiones de féretros que copan las estrechas calles colombianas, flanqueadas por casas destrozadas y por las velas encendidas de los deudos.

El blanco de la violencia es generalmente la población civil, parece decir Botero en sus lienzos. Los sicarios someten a sus víctimas, les aplastan la cabeza con sus pies -siempre pequeños, a pesar del volumen inflado de sus cuerpos- y perforan con balas de todos los calibres la carne ya herida por algún sablazo. Otros huyen en barcazas, aunque luego serán alcanzados por un aguacero de pólvora. Los que se refugian en iglesias correrán la misma suerte, aplastados por techos y columnas dinamitadas. En sus composiciones, las madres gritan la angustia de sus pérdidas, con niños acribillados y sepultados bajo una espesura de cadáveres donde se mezclan maridos, sobrinos, vecinos. Buitres rapaces engullen lo que queda: fragmentos de cuerpos en charcos de sangre o que flotan en un río.

Es en las acuarelas, carbonillas y dibujos al lápiz donde el trazo se vuelve más incisivo: los rostros inexpresivos de los que prodigan tantos tormentos en los óleos mutan ahora en los mohínes angustiantes de los desplazados, que cargan en bolsones tanto pertenencias como hijos muertos.

Ataviada con una banda verde, roja y blanca -los colores de la bandera colombiana- una ubicua calavera, representación popular de la muerte, se entromete con desparpajo en varias escenas. A través de ella queda plasmada la denuncia de Botero: «La violencia no pertenece a un solo tinte político, puede ser de derecha o de izquierda, y es justamente ésa la gran tragedia de los colombianos».

Por David Encina

Periodista

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Trabajador. Asesoría en comunicación social, comercial y política para el desarrollo de campañas. Análisis de servicios al cliente y al público. Aportes para la gestión de redes sociales con planificación estratégica.

Contacto: mencin@palermo.edu / david.encina@facebook.com / encina_david@yahoo.com.ar/ m.david.encina@gmail.com

Más información ver en David Encina V. - PRENSA.
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